Este verano se acabó el
mundo. La gente se desplomaba por las calles, convertidas en repentinos hornos
crematorios. Las temperaturas sin precedentes alcanzadas en muchas ciudades
amenazaban con aniquilar la vida sobre la tierra. 40 grados en Sevilla. En
verano. Lo nunca visto. Es natural que una noticia de este alcance ocupase la
mitad del contenido en los noticiarios de las cadenas de televisión. Los
testimonios eran aterradores. Las imágenes, inenarrables: señoras abanicándose
en los parques, niños bañándose en
fuentes públicas, hombres hechos y derechos incapaces de disimular los efectos que
el bochorno producía en forma de espeluznantes humedades aferradas a su
camiseta imperio. Pero esto no fue lo peor. Cuando pensaba que mis ojos no podían
asimilar ni un gramo más de tragedia, explotó la bomba informativa: Cristiano
está triste. Tras un segundo de incredulidad, me pareció sentir que el suelo se
resquebrajaba, que las paredes cedían como muñecos de arcilla y la estructura
de mis convicciones se desmoronaba ante el brutal impacto. Me sentí confuso.
También deprimido. Y enfadado. Deberían prepararnos para estas cosas, y no
dejarlas caer sin más, instalando el pánico entre la población y sin pensar en
las consecuencias. ¿Acaso son los periodistas una raza de desalmados androides
sin sentimientos? La respuesta, por desgracia, es afirmativa. Mis dudas al
respecto se disiparon después de leer este despiadado titular: “En verano se multiplican los problemas para encontrar sitio en la playa”.
Atroz.